EL SEXTO DÍA… DON RICHARD

EL SEXTO DÍA… DON RICHARD

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Por Alberto Abrego

No lo conocí en sus tiempos mozos. No me tocó ser testigo de su juventud y su energía, pero sí de su sabiduría, su mansedumbre y su paciencia a toda prueba. Durante los últimos años de su vida no perdonaba sus mezcales, pero solo era por las tardes y las noches de todos los días. Le gustaba “emborrachingarse” con sus vecinos y amigos. Era asiduo al juego de cartas, el billar y el dominó. Don Ricardo, le decía la gente del pueblo, algunos de sus amigos le decían Don Richard, pero casi todos lo llamaban El Chato. Mi madre se refería a él como “El Gordo”. Y para mis amigos de la Escuela Normal era Don Riqui.

Llegó al pueblo de Río Grande, Oaxaca, como contratista del puente que en la década de los sesentas llevara comercio y progreso a la comunidad, conoció a la mujer que sería su compañera durante el resto de su vida y no salió más de ahí. Bien dicen que cuando alguien llega al pueblo y toma agua del río, ya no se va…

Sólo cursó la instrucción primaria, pero fue empleado del gobierno federal, contratista de importantes empresas y Secretario de la Agencia Municipal del pueblo. Y como dice la canción, “tuvo un poco de ignorancia, pero la logró vencer…”

Fue de cuna humilde, y heredero de un carácter fuerte que la vida se encargó de ir apagando. Era el onceavo de doce hermanos, por lo que desde muy joven tuvo que salir a hacer por la vida. Me enseñó a jugar ajedrez, el gusto por la lectura, el fútbol y la afición por las Chivas del Guadalajara. No me platicó mucho de su juventud, los detalles de su pasado se perdieron con su partida.

Desde que tuve uso de razón, recuerdo que decía ser diabético, pero nunca observé que llevara una dieta especial y se tomara de manera disciplinada sus medicinas. Un tropezón y una herida en el pie fue el detonante de su fin. Era experto en el arte de no quejarse de nada. Cuando lo llevé al médico su pie tenía un tono entre negro y morado, nunca permitió que le amputaran la pierna, y en ese momento prevaleció su carácter sobre mi opinión. “Quiero morir completo”, dijo.

Se fue en paz un 28 de agosto de 1989, a la edad de 61 años. Murió, tranquilo, en los brazos de mi madre, y en la casa que construyó con su trabajo. Se quedó dormido y emprendió el sueño infinito.

No recuerdo cuándo fue la última vez que le dije que lo quería. Y no sé si se lo expresé alguna vez, y aunque realmente sea la frase más trillada del mundo, lo cierto es que daría cualquier cosa por tenerlo frente a mi otra vez y abrazarlo con todas mis fuerzas. Sólo sé que a sus hijos, nos tuvo un amor profundo. No nos heredó millones, pero su nobleza y su cariño son mi mejor recuerdo.

Hoy 24 de febrero de 2024, Ricardo Abrego Cao Romero, mi padre, estaría cumpliendo 96 años. Y aún extraño a aquel hombre bueno, inteligente y obstinado, duro y gentil, estoico en el sufrimiento y alejado de resentimientos y envidias, acostumbrado a celebrar las alegrías y a curar sus penas con mezcal.

Más allá de ello, a veces tardamos en darnos cuenta de algo tan fácil y tan simple: Todo se construye y se derrumba, todo es creación y destrucción, vida y muerte. Somos como autómatas en el gran escenario de la existencia y lo que no hagamos hoy, difícilmente lo podremos hacer después.

La rueda seguirá girando, nunca se detiene, y por eso sé que llegará el día en que llegaré hasta donde está, y tendrá que invitarme un mezcal.

Sólo espero que no sea pronto.